ABCdario
Por Víctor Octavio García
Punta Alta
En memoria de don Miguel León, querido y recordado patriarca de Punta Alta.
Hace unos años, Sergio Shimomoto me invito a pescar a Punta Alta; la idea era que él bucearía y nosotros tiraríamos piola y en la tarde, jugaríamos malilla; tú te encargas de la comida (la del “perro”) y yo de la “gota” (gasolina) me dijo. Con tiempo prepare una despensa más o menos completa –no como los “saldos” que reparte Sedesol–; café, frijol, arroz, harina, minsa, aceite, consomés, azúcar, jugos de tomate; carne, pollo, aceite, manteca, jamón, pan bimbo, mayonesa, mostaza, pan de repostería, chiles en lata, verduras, algo de frutas, dos barras grandes de guayabate, una buena dotación de cigarros –Raleigh– y un “pomo” de tequila Cazadores. Acordamos la salida un viernes por la mañana del mes de julio, dejaríamos el carro en San Evaristo donde estaría esperándonos el “Mayel” y de ahí, en panga hacer la travesía de 25 minutos hasta Punta Alta.
Yo no conocía Punta Alta ni a la familia León que tienen más de 70 años viviendo allí, es un lugar extraordinario; una pequeña playa de aguas color turquesa con un espacio habitable de no más de trescientos metros sobre una rinconada rodeada por cantiles donde se asientan ocho familias de pescadores; la casa de don Migue, el patriarca y siete casas más de sus hijos con sus familias; casas de material, con lo más indispensable; estufas de gas, refrigeradores, radios y focos alimentados con energía solar. Punta Alta no tiene salida más que por mar, está rodeada de enormes acantilados de 100 o 150 metros de altura, con pendientes como una pared que protege una pequeña playa de no más de cien metros. Invite al Panchi, mi cuñado, porque se que le gusta la pesca y armamos la salida. Salimos pasadas las diez de la mañana porque al viejo estilo, en comprar hielo, enhielar cervezas y acomodar el mandado, cargar gasolina, las pistolas y arpones del Shimomoto, se nos fue la mañana.
En el trayecto, de tres horas y media de camino, no vimos ni paso nada extraordinario; cuando llegamos a San Evaristo nos esperaba el “Mayel” en su panga de 23 pies. Rápido subidos los “cachivaches” a la panga y ¡fierro! pa’ Punta Alta, donde vive don Migue León y su numerosa familia. 25 minutos de travesía de San Evaristo a Punta Alta, en un mar “encabrillado” –como dicen los pescadores–. En cuanto me “apie” de la panga le eche un ojo al lugar; me llamó la atención ver un cerro de tambos de agua de 200 litros y botes de plástico de 60 lts apilados sobre las sombras de un par de mangles (el agua la traen en panga desde Palo Verde y en ocasiones les regalan las fragatas de la Marina); varios chivos sueltos –que “pillan” en la isla San José para abastecerse de carne y leche– y varias gallinas pintas y coloradas sueltas. En cuanto nos “apiamos” de la panga nos dirigimos directo a la casa de don Miguel que se ubica en el centro del caserío. Una amplia casa de material, con un corredor enorme techado con palma y apuntalado con horcones de palo blanco y palo fierro, con piso firme, roñoso no pulido; en el centro del corredor una enorme y pesada mesa de madera –yo no se cómo diablos la trasladaron hasta allí–, sillas rústicas con asiento de banquetas algunas, y otras tejidas con palma y al centro de una ramada que conecta con la cocina donde se encuentran las hornillas, las ollas y los sartenes tiznados, sobre las horquetas de un grueso tronco de palo fierro, una tinaja labrada de piedra. Como habíamos comido en el camino, aprovechamos la tarde para descansar y desentumirnos sentados en unas poltronas rústicas, con asientos y respaldos de cueros de chivo.
A las cinco de la tarde se “armó” la malillada; sobre una pequeña mesa de madera, protegida con un mantel de plástico de cuadros colorados y bancos y sobre ésta, una cobija vieja; granos de frijol y fósforos –para contar– iniciamos la jugada; Sergio y el “Mayel”, don Miguel y yo; en el primer “chico” rompimos el hielo con un zapato que le dimos al “Mayel” y al Sergio. Tendríamos una hora jugando cuando nos acercaron a la mesa un plato con queso oreado en rebanadas y otro con aceitunas preparadas con salsa de soya, limón, sal marina y salsa Huichol. Desempolve el “pomo” de tequila para acompañar la botana mientras jugábamos esquivando un que otro capote. Tendríamos una hora jugando cuando don Migue le habló al “Chuy”, su hijo, para que buscara algo para la cena de los “muchachos”. El “Chuy” agarró una snocker, visor, hawaiana y aletas y se dirigió a la playa, mientras una de las “nueras” de don Miguel colaba café de grano, cuyo rico aroma me volvió a la vida –como reza el comercial de un jabón de baño–; me serví un tarro de café con leche de chiva recién hervida, el primer tarro de varios que me avente durante la jugada alternándolos con tragos de tequila. Estaba pardeando cuando llegó el “Chuy” con 12 langostas en una maya; directo se dirigió a la cocina, al rato comenzó el “tortear” de las cocineras dejando “cai” las de harina sobre el comal y el chillido de los sartenes donde freían las langostas en mantequilla con ajo, sal y pimienta. Cerca de las nueve de la noche nos sirvieron la cena; langostas fritas en mantequilla, frijol, arroz y tortillas de harina. Después de cenar seguimos jugando hasta las once de la noche, con el score a nuestro favor; 8 chicos, dos zapatos y un capote. Pasadas las once de la noche nos retiramos a dormir, porque en la mañana temprano saldríamos a pescar. Tendimos en el corredor donde dormimos placidamente. A las cinco y media de la mañana nos despertó don Miguel al gritó; ¡ya tocaron diana, ya hay rejuego en la fonda!. Saltamos de los tendidos como resortes, nos lavamos la cara y dientes y nos servimos café. Subimos una hielera a la panga con cerveza, agua y refrescos, naranjas, una barra de pan bimbo, jamón, mayonesa y mostaza; el agua como un espejo y una suave brisa que pegaba agradablemente en la cara, cruzamos el pequeño estrecho que separa a la isla de San Evaristo; pronto avistamos la parte norte de la isla San José, pasando muy cerca divisando una manada de chivos mesteños en la playa. Directo nos dirigimos a un islote llamado “Las Ánimas” donde bucearía el Sergio; anclamos y ¡patos al agua!, Sergio se “zambulló” con visor y snocker y pistola en mano; a los diez minutos aboyó la primera cabrilla; un precioso ejemplar de 8 o 10 kilos; a lo largo de dos horas, diecisiete cabrillas del mismo tamaño, entre ellas un par de cabrillas reynas de un color anaranjado intenso, cinco pargos colorados y ocho chopas de buen tamaño que agarre desde panga con la hawaiana cebándolas con pedazos de pan bimbo cuando preparaba los sándwiches de jamón.
Estábamos levantando el ancla cuando llegó un yate grande y se fondeó a unos metros de donde estábamos; sobre la cubierta, varias parejas de gringos ya entrados en edad –jubilados, supuse–, uno de ellos reconoció a Shimomoto y le hizo señas para que nos acercáramos al yate. Sergio, como comandante en jefe, había dispuesto que dos de los cinco pagos colorados los empapelaríamos llegando a Punta Alta. Nos acercamos al yate y abordamos. Nos invitaron cerveza –coronas claras– y sandía. Sobre la popa, un gringo fileteaba varias cabrillas que freirían, nos invitaron pero no aceptamos, dimos las gracias porque teníamos otro plan. Nos despedimos y ahora si, con la proa fija sobre Punta Alta.
Nos “apiamos” de la lancha y nos desatendimos de todo, los hijos de don Miguel se encargaron de bajar el pescado, sacarle las tripas y enhielarlo. En “Chuy”, como adivinándonos el pensamiento, ya tenía la lumbre puesta con leña de uña gato y palo colorado, mientras las cocineras picaron verdura para el relleno del empapelado, tatemaron tomates, chiles serranos y cebolla para preparar salsa de molcajete sin faltar café recién colado y el arrullador “tortear” de las tortillas de harina. Don Miguel insistía en matar un chivo pero no le seguimos la corriente, lo que queríamos comer era pescado, como finalmente ocurrió; pescado con tortillas de harina, sal marina, limones, salsa de molcajete, verdura picada (salsa mexicana), cerveza o refrescos. Comimos como locos, verbigracia como “cochis” en artesa. Don Miguel partió una barra de guayabate con rebanadas de queso oreado como postre. Esa tarde descansamos y ya en la noche jugamos un rato la malilla, con miedo de que nos dieran capote.
No obstante que habíamos empaquetado a lo lindo –comido– en plena jugada de malilla donde nos sirvieron la cena, ya no eran langostas sino machaca seca de cazón, frijoles refritos, queso, café, salsa de molcajete y un panguingui de tortillas de harina recién hechas; cenamos y seguimos jugando hasta las doce de la noche escuchando anécdotas y vivencias de Don Miguel, quien nos platico la última “nueva” en Punta Alta; tres días antes de nuestra llegada habían matado un gato montés que llevaba una gallina en el hocico. El gato quiso escalar el acantilado pero quedo atrapado a tres metros de altura, no pudo subir y de allí lo bajaron a pedradas hasta matarlo. Es el único animal que suele llegar a Punta Alta, fuera de eso ni las víboras se atreven. En la plática a la luz de una bombilla de foco de carro colgado sobre una viga del enorme corredor, don Miguel nos platicó que de 1940 a 1946 fueron sus mejores años. Él vivía en Punta Alta y en ese entonces pescaba tiburón, mucho tiburón, que eran utilizados para extraer el aceite del hígado que a su vez era enviado a Estados Unidos directamente desde San Evaristo; sus más de ochenta años a cuestas en un genuino hombre de mar, afloraban en sus nítidas vivencias contadas sobre el mullido de una poltrona; sus manos callosas y los profundos surcos de las arrugas que resaltan en su rostro curtido por el sol, fue como si estuviese leyendo un Best Seller de algún laureado escritor latinoamericano.
Después de la amena plática con don Miguel y de darle fin al “pomo” de tequila, nos dispusimos a dormir, arrullados con el romper de las olas. Al día siguiente –domingo–luego de desayunar unos ricos omelet o tortas de huevos con pescado desmenuzado que había quedado de los pargos empapelados, tortillas de harina, frijol, chiles toreados y café, nos despedimos de don Miguel y de su encantadora familia, el “Mayel” nos trasladaría a San Evaristo con varias cabrillas enhieladas, pulpas de mantarraya y cazón secas; En cuanto atracamos en San Evaristo al pie de la palapa de un hijo del “Tele” Amador, nos despedimos del “Mayel”, encantados de nuestra estancia en Punta Alta, de las atenciones que recibimos de don Miguel y de su familia, de una familia de genuinos pescadores y de auténticos sudcalifornianos como quedan pocas, con el firme deseo de volver, ora si que como reza el tango de Gardel, /volver con las frente marchita/las nieves del tiempo platearon mi sien/sentir que es un soplo la vida/que veinte años no es nada/que febril la mirada errante en las sombras/te busca y te nombra/ volver….
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